Colón, el Ulises que no puede ser

Colón, el Ulises que no puede ser

/// Por Alejandro Kosak *

 

En 1972, un pasaje célebre de Jorge Luis Borges (de entre toda su vasta galería de pasajes célebres) nos dice que según el escritor existen, esencialmente, cuatro historias elementales que con el tiempo se han transformado y resignificado. Estas son la ciudad cercada y defendida, el viaje/retorno, la búsqueda, y por último el sacrificio de un dios. De todos ellos, los dos primeros son típicos de la poesía épica, y puntualmente el segundo -según la tradición selectiva occidental- lo inaugura La Odisea y un Ulises que tras veinte años de guerra y agotamiento retorna a la patria de Ítaca. Esta obra homérica, por lo tanto, es una epopeya, una composición lírico/narrativa que canta las hazañas y las gestas de grandes héroes y pensada para la pervivencia en la memoria colectiva de los pueblos que las engendran.

El formato épico encontró continuidad a lo largo del tiempo en diferentes manifestaciones culturales y en igual de diferentes coordenadas espaciales. Así, de los clásicos de Homero podemos avanzar hacia la épica francesa de La Chanson de Roland o incluso hacia la gesta normanda de Beowulf, sólo por nombrar unos pocos ejemplos. Todos ellos son grandes textos que han resignificado la naturaleza de sus raíces pero sin terminar de sacrificar unas cuantas aristas fundamentales, principalmente porque versan las hazañas de individuos considerados como ejemplares o la sucesión de ciertos eventos magnos. La épica, así, se convirtió en la forma predilecta para la producción y posterior circulación de estos materiales y en una particular activación del pasado (la historia elemental, según Borges) que los actores sociales de un período consideran significativa para proponer nuevas maneras de construir o interpretar un presente. Los propósitos con los que fue compuesta La Eneida de Virgilio, particularmente, dilucidan mucho al respecto de ese fin.

Pese a la enorme productividad del formato épico y el arte literario, sin embargo, la empresa colombina que hacia el siglo XV marcó uno de los procesos de conquista y exterminio más violentos de los que se tiene registro no puede leerse como una epopeya, por más esfuerzos que Victoria Villarruel ponga en marcha. Se trata más bien de un sanguinario proceso con el cual la por aquel entonces dividida España alcanzó la consolidación de un poder político como el que también manifestarían sus pares europeos, y que le otorgaría a todos ellos la fuerza y el poderío como para establecerse como las grandes potencias ultramarinas de ese mundo pasado. Todo ello a costa de un lento mecanismo colonizador con el que progresivamente el espacio continental que es hoy Latinoamérica fue invadido, arrasado y violentado hasta casi destruir todo rastro de identidad y cultura previo a la caótica llegada de Cristóbal Colón y compañía al continente.

En todo caso, el único y verdadero contacto con la épica que la jornada de Colón tuvo tendríamos que encontrarlo en ese movimiento odiseico repleto de contradicciones y malentendidos. Como bien señalan Waldo Ansaldi y Verónica Giordano (2012: 64-69), el desembarco se produjo en realidad un 22 de octubre según nuestro calendario gregoriano, Cristóbal Colón es más bien una identidad compleja antes que esa figura delimitable que los manuales y textos escolares presentan, las tres carabelas en realidad eran dos debido a las características de la Santa María, la India no tenía nada de “Nuevo mundo” porque había en ella unas ochenta millones de personas, y así podríamos seguir brindando muchos más detalles que analizan desde el carácter del viaje hasta sus fenómenos consecuentes y posteriores.

El intento de Villarruel por leer el episodio fundante de nuestro continente en clave épica (o el hecho de que así lo haga, mejor dicho) no hace sino evidenciar la presencia de un axioma recurrente de nuestra contemporaneidad cuando se trata de las aproximaciones a un momento histórico: el surgir de los debates en torno a cuáles son las memorias y representaciones del pasado que como colectivo proponemos y defendemos como las oficiales. Así, considerando primero el hecho narrativo y performativo de toda unidad de discurso, sumado además a un momento presente regido por la conectividad masiva, las formas del pasado y sus selecciones se vuelven hoy otra herramienta más de la discusión política, y sobre todo de la identificación personal o social.

Con performatividad nos referimos al poder de la palabra para consolidar autoridad y vincularse a las representaciones circulantes de determinados grupos o instituciones, según propone Pierre Bourdieu en ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos (1985). De esta manera, entendiendo también que todo vistazo del pasado no puede ser sino una operación de selecciones, conmemorar el Día de la Hispanidad como se hace desde el frente de La Libertad Avanza acaba por ser un gesto por completo lógico para una agrupación política que activamente propone como una de sus principales consignas la neutralización de la experiencia dictatorial argentina. Y todavía más coherente aún entendiendo que sus representantes se identifican explícitamente con una cultura española idealizada.

Los trabajos con la memoria, por lo tanto, devienen en operaciones concretas mediante las cuales el pasado es intervenido y activado bajo lógicas y dinámicas puntuales. De esta manera, correspondría hablar de “maneras de recordar” para dar cuenta de ese carácter selectivo y constructor mediante el cual se consolida una aproximación precisa de un evento o una experiencia. Ahora bien, una de las sentencias que suelen acompañar el concepto integral del día de la Hispanidad (ya casi como si se tratara de un refranero), es la de «intercambio de culturas». El uso de este sintagma viene acompañado por el ideario de que el hecho puntual del desembarco de Colón debe cifrarse en clave de descubrimiento, primero, y de que efectivamente puede pensarse en una colaboración dialéctica para, posteriormente, conformar la amplísima diversidad de pueblos latinoamericanos. El hecho, menos ingenuo que estrafalario, encontraría su realización máxima en aquella infame portada de Billiken (la de octubre de 2017) donde Colón y un indio estaban por jugar un partido de fútbol bajo el título “encuentro de dos mundos”. Esta aproximación, por ende, hace partícipes a las comunidades conquistadas de una relación ilusoria, les inyecta un poder que no tuvieron, y fundamentalmente, anestesia los siglos de violencia practicados por la mentalidad colonial fundante de todo el continente.

Si ponemos tanto énfasis en la centralidad de la palabra es porque justamente uno de los procesos de violencia clave para conformar a Latinoamérica radica (más allá del hecho físico inevitable) en un enorme acto de violencia simbólica que descansa en el gesto nominativo, como podemos reconstruir tras la lectura de Los cuatro viajes del almirante y su testamento (1991). El libro, extenso y pesado a los ojos de un lector contemporáneo, capitaliza la posibilidad de registrar la anécdota del viaje y el movimiento conquistador mientras además visibiliza cómo la mentalidad imperial configura no sólo el carácter textual del escrito, sino también ese mundo que reclama como suyo. Así, la corona española (convertida en el libro en el sinónimo natural de Cristóbal Colón) destruye y construye a Latinoamérica a partir de la propia posibilidad de decir, de poner nuevos nombres, y de (d)escribir a la población nativa de la mano de la lente imperial, que no haría sino crecer a partir de ahora. De esta manera, Guanahaní desaparece, los nativos se vuelven indios, y el «intercambios de culturas» se revela en su totalidad como una activa reelaboración discursiva, confirmada y reforzada luego por el acero de las espadas: “(…) Anombraron estos hombres de San Salvador que yo traigo la isla de Samoet, a la cual puse nombre de la Isabela” (Colón, 1991)

Nombrar es, por tanto, el primero de los poderes a los que se puede aspirar ya no sólo para levantar un imperio, sino también para mantener activa la reconstrucción concreta de una historia y un pasado con los cuales pensar el hoy. Villarruel, en definitiva, más que proponer una visión siquiera superadora del conflicto violento que da base a la conformación de nuestra identidad, prefiere más bien rastrear aquellas historias arcaicas y elementales sin realmente aspirar a otra cosa que presumir su ascendencia, ascendencia que por lo demás no es sino puro relato.

 

* El autor (alejandro.leonkosak@gmail.com) es estudiante del Profesorado y la Licenciatura en letras en FHUC-UNL.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *