Culpables hasta que se demuestre lo contrario

Culpables hasta que se demuestre lo contrario

Por Francisco Tomas Gonzalez Cabañas //

Tanto la Declaración de los Derechos Humanos como la Convención Americana son claras y explícitas en cuanto a sostener el principio de presunción de inocencia. Acendrado en máximas del derecho como “in dubio pro reo” y “onus probandi” la consagración de esta formulación metodológica (dado que no deja de ser tan sólo esto mismo) del derecho a la defensa, surge como reacción a un estadio anterior en el campo del derecho penal, en lo que se dio en llamar el proceso inquisitivo. Transcurridos siglos de aquel entonces, y tras los desequilibrios que producía el uso y abuso del mecanismo modificado, de un tiempo a esta parte (luego de las aberraciones que Occidente perpetró sobre sí mismo en la Segunda Guerra Mundial) consideramos, en el campo del funcionariado político (exclusiva y excluyentemente al que accede haciendo uso de la soberanía delegada o del sistema representativo, mediante lo electoral) que se reinstaure lo que se dio en llamar “juicios de residencia” que consistía en precisamente lo contrario de lo que se sostiene en cuanto a la presunción de inocencia. Partimos de la base de que lo normal, es decir, sobre lo que actúa el derecho, se modificó ostensiblemente en cuanto al gobierno y a la comandancia de la cosa pública. El sujeto pasible de esta modificación sustancial del principio de inocencia que se plantea es única y excluyentemente el político que, habiendo accedido a su condición de tal por voto popular, meses antes de terminar su faena, será considerado culpable de la figura legal de “democraticidio” (1) en tanto y en cuanto, ante el proceso de su defensa, que tendrá las garantías de siempre y por ende inmodificables, demuestre lo contrario.

A lo largo y a lo ancho de Occidente, desde que el principio de inocencia se sostiene para el funcionariado político (casi caprichosa y capciosamente), nos despertamos con las noticias acerca de denuncias, de idas y marchas judiciales sobre tal o cual presidente, legislador o cualquier tipo de figura política que, asumiendo un rol en el manejo de la cosa pública, se aprovechó, abusando y vejando la legitimidad de la representación para lograr una ventaja personal. Estas, casi siempre se corresponden con la acumulación de bienes materiales o con un provecho puntual y específico para obtener un goce que puede ser espiritual pero obtenido mediante la vulneración a la confianza pública que se le ha depositado para que sea fiel a finalidades colectivas y no a objetivos facciosos o personales.

Arrecian tanto en las redacciones de medios de comunicación tradicionales como en redes sociales los datos, más o menos cercanos a la verdad, siempre a probar, y que nunca alcanzará en tiempo y forma a dictaminar justicia, tanto sobre el acusado, como para el colectivo afectado; sus representados. En el mejor de los casos, las fuerzas políticas, que se turnan por cabalgar o comandar estas denuncias de “hechos de corrupción” redactan algún que otro proyecto para que, en caso de ser probado el acto de corrupción, los bienes sustraídos vuelvan al erario público.

Como si fuese un capricho del destino, y por más que nos obstinemos a no creer en clases, se esfuerzan para que las pensemos como tales. La radical importancia de lo sustraído no es el bien, por más que este se valúe en cientos de millones. Lo que se roba un político habiendo accedido por voto popular a su función es cierta confianza pública, horadando, percudiendo con su malandrismo, al sistema democrático mismo. Es por esto que establecemos la tipificación de este delito como “democraticidio”.

Queda al margen de la discusión si la persona de Estado tiene que predicar con el ejemplo y hacer de su vida un testimonio por intermedio de sus acciones y, por tanto, gran parte de su vida privada es precedente de su comportamiento público. Queda afuera también la aporía de si el poder corrompe o sí el poder devela una estado de corrupción latente en el individuo. Lo realmente significativo es aquí el efecto que esta serie de escándalos genera en la confianza respecto a los sistemas políticos de occidente. ¿No cree acaso usted que el descreimiento hacia lo democrático está vinculado directamente con los actos de corrupción, que se transmiten en vivo en los diferentes medios de comunicación, casi desde el momento mismo de producido, o desde la denuncia, hasta el estado de no justicia, de no-cierre, o de sospecha permanente que casi siempre queda en el éter, cuando un político fue juzgado?

Tendremos que volver a lo que se plantea modificar. El para nosotros viejo, esclerotizado y occiso universalismo del principio de inocencia que le corresponde a los políticos posee como uno de sus ejes el fundamento del onus probandi que radica en un viejo aforismo de derecho que expresa que «lo normal se entiende que está probado, lo anormal se prueba». Por tanto, quien invoca algo que rompe el estado de normalidad, debe probarlo («affirmanti incumbit probatio»: ‘a quien afirma, incumbe la prueba’). Básicamente, lo que se quiere decir con este aforismo es que la carga o el trabajo de probar un enunciado debe recaer en aquel que rompe el estado de normalidad (el que afirma poseer una nueva verdad sobre un tema). ¿No resulta acaso “normal”, en los esquemas de representación democráticos, que los políticos se beneficien de modo personal de su condición institucional? ¿No aparece como “anormal” el manejo honesto de la cosa pública? ¿No debería ser esto último, la anomalía, lo necesario de ser probado?

Los viejos juicios de residencia se hacían en obediencia a la Corona. Lo que hemos modificado es la figura del soberano, la que reside en la actualidad en el pueblo (¿es esto así?). Resulta imprescindible entonces reestablecer la institución de justicia, antes de que los democraticidios cometidos nos sitúen en una posición de la que no podamos regresar civilizadamente.

Toda autoridad que termina de imponer su cargo debe ser sometida a un juicio de residencia, es decir, las autoridades no se podrán mover de su domicilio mientras dure la investigación en relación a su desempeño. Este juicio es sumario y público. Terminado el juicio, si se lo liberase de sospechas, la autoridad podrá proseguir con su vida pública de manera normal; en cambio, si hubiese cometido delitos, podrá ser sancionado con una multa o con la prohibición de por vida de ocupación de cargos públicos.

Todos, y esto sí es universal, somos responsables de hacia dónde estamos dirigiendo al mundo. Lamentablemente, el político, que puede ser cualquiera de nosotros, arriba a su condición de tal no por su expectativa de conducción colectiva, de su vocación por el bien superior, o su aspiración al bronce de la historia, sino inspirado por objetivos de orden personal. Debemos asumir esta realidad para poder realizar una defensa de los valores políticos democráticos y evitar el arribo a un estado sin retorno de los esquemas de representación política.

 


(1) Democraticidio: La violencia del estado que en la actualidad se traduce en su sobre-presencia en ciertos sectores a costa de la ausencia del mismo en vastas áreas y bolsones, la sobreactuación de un supuesto sentir o hacer democrático, en donde sólo se ejerce una dudosa “aclamatoria” de mayorías (sistemas de preselección de candidatos cerrada, como internas o primarias que no se llevan a cabo, que transfieren el sentido de elegir por el de optar, entre quiénes ellos, de acuerdo  a sus reglas disponen que tengamos que optar, es decir elegir condicionados) debería estar tipificado en la normativa, como uno de los delitos más flagrantes contra las instituciones y el pleno ejercicio de la libertad, de tal manera, la ciudadanía no tendría excusas como para no “levantarse” en puebladas, en manifestaciones que dan cuenta de la total y absoluta anomia, en que la incapacidad de cierto sector de la clase política nos puede volver a conducir. Propuestas es lo que sobran, se precisa de predisposición de estos para hacerles sentir a la ciudadanía que algo determinan, con el pago de sus impuestos y con sus votos. En tiempos electorales, una práctica que debería ser desterrada y que es una muestra expresa del democraticidio, es la compra de votos, mediante una dádiva, prebenda, por intermedio de corte de chapas, dinero, mercadería, merca (droga) o lo que fuere. Como también lo es la no sanción de los hechos de corrupción, o la dilación en demasía para resolver los mismos, perpetrados por hombres que hayan pertenecido a al funcionariado público.

Imagen: http://www.quelibroleo.com/un-hombre-al-margen

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *