El panel del libro que acababa de presentar en el Congreso Nacional sobre Democracia aún no había terminado, pero aun así se puso de pie y se retiró pidiendo disculpas. Sucede que a escasos metros estaba por comenzar otra exposición de un nuevo libro donde también oficiaría de presentador. Eduardo Rinesi estaba muy solicitado y, sin embargo, no parecía cansado. Al finalizar su segunda exposición, el politólogo y filósofo de larga barba enfiló para el bar de la Facultad de Ciencia Política de la UNR y, arrinconado por estudiantes, comenzó una charla en la cual habló de la Ciencia Política en Argentina, la democratización de la Universidad, la actual coyuntura política y retomó su pasado como rector en la UNGS.
¿Con qué aspectos se asocia la posibilidad de tener una «mejor democracia» en Argentina: con las instituciones, las prácticas…?
Yo creo que la palabrita democracia designó a lo largo de las últimas décadas en la Argentina un modelo de sociedad deseable, asumiendo distintas inflexiones y distintos valores. Al comienzo se asoció mucho a la conquista de un conjunto de libertades negativas o liberales. En ese sentido, el discurso en torno a la democracia estuvo caracterizado por un fuerte sesgo anti-estatalista porque -con mucha racionabilidad- en los primeros años de la vuelta a la democracia decíamos Estado y lo que se nos aparecía era éste en sus formas más monstruosas, es decir, su pasado terrorista inmediato.
Luego con [la vuelta a] la democracia se pudieron designar distintas formas: en los noventas se designó una rutina institucional bastante desangelada y desentusiasmante. En el 2001 y 2002 la idea de democracia se asoció a una forma asambleísta, participativa, deliberativa muy intensa que recogía algo de aquella promesa traicionada y fallida del alfonsinismo. Precisamente, la palabrita participación era fuerte en la retórica alfonsinista: él mismo tuvo que decidir si era una democracia liberal y representativa o una democracia democrática y participativa. Eligió ser lo primero y no lo segundo. Oscar Landi pensó aquel domingo de Pascua de 1987 como punto de quiebre de ese proceso ya que, a partir de allí, se podría decir que con la perdida de verosimilitud de la palabra política presidencial se produce un distanciamiento entre la figura del representante y la figura de los representados. Esto es lo que deja a la democracia como el nombre de una forma mucho más desencarnada de relación entre gobernantes y gobernados.
Entonces, ¿cómo se re-democratizarían las instituciones de la democracia y el Estado en sí mismo?
Justamente algo de lo que conoció nuestro país y otros países de la región en los últimos doce o quince años es un proceso de «democratización de esa democracia», entendido como un proceso de ampliación de las libertades negativas, positivas, republicanas.
En este sentido, me parece que en los últimos años hubo una retórica y un conjunto de políticas públicas orientadas a garantizar, a expandir y a universalizar derechos sostenidos, promovidos, defendidos por el Estado y que eso se pensó bajo la forma de un proceso de democratización. Ahora la pregunta es si todo este proceso se puede dar a través de un fortalecimiento de la acción ciudadana o de un fortalecimiento de la acción estatal. Esa pregunta me parece muy interesante, ya que en Latinoamérica, éstos procesos fueron sostenidos con mucha fuerza y dinamismo desde la cima de los aparatos del Estado, con poderes ejecutivos que, al momento de asumir, encontraron sociedades desmanteladas y no tuvieron muchos más modos para transformarlas que operando desde arriba.
Sé que no la uso en un sentido exactamente preciso, pero me gusta usar la palabra jacobinismo para designar estos movimientos top down de trasformación de la sociedades a partir de acciones desarrolladas desde la cima del aparato del Estado. Eso permite grandes transformaciones, sin duda. Ahora bien, después de producidas las transformaciones, ¿son estables? Me temo que parte del problema es que no: cuando esas transformaciones no se arraigan en instituciones, en formas de la militancia o de prácticas populares activas y sostenidas, corren el riesgo de ser sumamente frágiles y disolverse tan pronto como se disuelve el gobierno que las promovió. Es posible que el eficaz desmantelamiento de las transformaciones realizadas que está operando la derecha hoy gobernante en Argentina tenga que ver con esa falta de arraigo.
¿Y cómo se podrían arraigar prácticas de movimiento bottom-up desde la Sociedad Civil?
Me voy a inspirar en la lectura recientísima de un libro de Carol Pateman. Ella hace una fuerte apuesta por la «participación popular» -como le gusta decir- deliberativa y activa. La participación no puede ser meramente asistir a las convocatorias del poder político. Al contrario, debe ser deliberativa y activa, es decir una participación en la discusión de problemas, que proponga soluciones a esos problemas y los vea convertidos en políticas públicas.
En las últimas décadas, nosotros tuvimos dos grandes problemas. El primero fue la rutinización de la democracia, es decir, la transformación de la democracia en pura rutina institucional. Durante los años 90, este proceso llevó a un desencanto con las instituciones y la propia vida democrática hasta el “que se vayan todos”. Luego tuvimos el segundo problema, que comienza con un proceso de democratización como posiblemente no hayamos conocido nunca en la historia argentina, con ampliación de derechos, profundización de las libertades y generación de posibilidades vitales para millones de personas. Este proceso se hizo en condiciones de muy escasa participación popular o de una participación convocada desde arriba en la búsqueda de apoyo, pero de apoyo a políticas que eran desarrolladas desde el Estado. Cuando Perón asume en 1946 mira por el balcón y tiene millones de obreros organizados en quienes recostarse. Me imagino el espanto de Néstor Kirchner cuando miró por el balcón y vio una sociedad hecha pelota. Entonces, ¿qué iban a hacer si no jacobinismo? El problema es que no se propició que los actores políticos de esas demandas puedan ser sus abanderados en tiempos hostiles.
Hoy estamos ante una circunstancia mucho más difícil de la que tuvimos en los últimos quince años. Me parece que el camino es generar mecanismos de participación, entusiasmo participativo y las condiciones de participación deliberativa y activa de las personas, quizá a un nivel micro como condición para poder producirla a nivel más macro. Retomando a Pateman, es interesante la generación de una cultura democrática participativa a partir de participaciones en los ámbitos laborales y de estudio. Hay que generar otra forma de subjetivación, socialización y politización, porque esta sociedad forma sujetos que pueden ser poco democráticos. Al macrismo no lo trajo la cigüeña, el macrismo es la expresión política de una sociedad de mercado, consumista, individualista, posesiva. Y debemos preguntarnos si el kirchnerismo no apostó con demasiada frecuencia al modo de un economicismo rústico, a transformar subjetividades sobre la mera base de poner mucha plata por abajo. Con eso no se genera ciudadanos, se genera consumidores, y los consumidores quieren consumir. El primer día buscan la heladera, al otro día la 4×4, al siguiente cambiar la heladera, y al cuarto día los dólares, y cuando le decís “no” te dicen “voy a votar a Macri”. Entonces ahí hay un problema, una dificultad en forjar ciudadanos democráticos a la altura de la apuesta democrática de ese gobierno.
Como académico y docente universitario, ¿cuál es el rol que tendría la Universidad en este proceso de democratización?
Los actores universitarios y el movimiento estudiantil tienen un papel fundamental en la democratización de la propia universidad – una institución tradicionalmente elitista, aristocrática, exclusiva, excluyente y orgullosa de serlo ya que hace siglos mide su propia calidad con la cantidad de gente que expulsa.
Me parece que una primera cosa que la universidades tienen que hacer es estar a la altura de la idea de Universidad entendida como derecho universal, como un derecho del pueblo. Es necesario preguntarnos qué implicancias tiene para nosotros, para nuestras vidas, para la de jóvenes estudiantes y de veteranos profesores, tomarnos en serio la idea de que la universidad es un derecho. Si es más que una consigna, ¿qué implicancias tiene decir que la universidad es un derecho? Derecho que no puede ser meramente a entrar (condición necesaria pero insuficiente); es necesario entender que el derecho es a entrar, a permanecer, a aprender. Derecho de los estudiantes y obligación de los profesores. Y que cuando los profesores no lo cumplimos adecuadamente debemos dejar de culpar a los estudiantes, a aludir a sus carencias, a las escuelas secundarias o a que los padres no tienen bibliotecas en las casas.
Si de verdad estamos dispuestos a tomarnos enserio la hipótesis de que los sujetos que tenemos sentados frente a nosotros son sujetos de un derecho que los asiste, debemos empezar a hacernos cargo de la incapacidad nuestra de garantizarle el ejercicio efectivo y exitoso de ese derecho, y eso tiene consecuencias en nuestro modo de organizar nuestra actividad, de organizar nuestra vida, nuestros prestigios. Nos exige revisar los modos de construir nuestras carreras académicas, nos exige dejar de macanear escribiendo papers pedorros en inglés que dan más puntos en el «ridiculum vitae», y empezar a ver si nos preocupamos por enseñarles a los estudiantes.
Un segundo asunto a tener en cuenta es la gran capacidad que tiene la Universidad de ayudar dentro y fuera de sus propios muros -que deben ser más abiertos y porosos- a través de intervenciones en lo que tradicionalmente se llama «Extensión». Hay que complementar esa idea de extensión. Diego Tatián, decano de la Facultad de Filosofía de Córdoba, usa la palabra intensión para decir lo contrario a extensión, es decir, la capacidad de la universidad de incorporar las tensiones del mundo exterior en su propio interior. Esto quiere decir que no sólo hay que abrir las puertas hacia afuera para dejar salir «filantrópicamente» los universitarios al mundo, también hay que abrirlas hacia adentro, para dejar que el mundo nos penetre y nos enriquezca, mejore nuestros debates y nos complique la vida. Claro que es mucho menos complicado ir a una universidad cerrada, pero es más interesante y va más en consonancia con las obligaciones propias de una universidad que estas puertas se abran en los dos sentidos.
Las universidades tienen que estar más en las grandes discusiones. Tienen que trabajar más y mejor con las organizaciones sociales y con el Estado en sus distintos niveles, sin importar quien ocupe el poder. Las universidades tienen que aprender a hablar otro lenguaje distinto al de los papers. Ironizo mucho con eso, está bien hacer papers, pero son una pelotudez que se hacen los sábados. El resto del tiempo hay que aprender a hablar el lenguaje de la vida pública y ese lenguaje no es más fácil que el lenguaje de los papers. No es el lenguaje de la “divulgación”, es un lenguaje más exigente que el que hablamos intramuros porque nos exige estar a la altura retórica política y moral de las grandes conversaciones colectivas.
¿Cuál es tu mirada sobre la Ciencia Política hoy en día en Argentina?
Mi mirada sobre la Ciencia Política en tanto disciplina es muy crítica, porque en general soy crítico de las capacidades que tienen las disciplinas que se piensan a sí mismas como tales para dar cuenta de un mundo que ha demostrado ser más complejo y requiere abordajes de otros tipos.
La ciencia política, la political science como se practica en nuestras facultades -sobre todo cuando están adheridas a cierto mainstream dominante en nuestra academia- se ha mostrado sumamente ineficaz y conservadora para dar cuenta de los problemas de la política. Creo que es necesario no producir en el pensamiento una escisión entre esferas que en la vida social están necesariamente imbricadas. Al respecto, siempre cito un libro muy valioso de Dennis Merklen, porque me encanta su título: “Pobres ciudadanos”. La gracia consiste en que cada una de las dos palabras puede funcionar como sustantivo o como adjetivo calificativo de la otra. Es un llamado de atención sobre algo que es muy importante: está mal la división intelectual del trabajo entre unos tipos que se ocupan de la pobreza, que en general llamamos sociólogos, y en unos tipos que se ocupan de la ciudadanía, y que llamamos politólogos, porque si nos tomamos en serio esa división ninguno de los dos entenderá nada. La idea de esa expresión “pobres ciudadanos”, y que el libro desarrolla con mucha lucidez, es que en la Argentina los ciudadanos son pobres y que esa pobreza no es un accidente de su ciudadanía, sino un dato fundamental que sobredetermina la forma de su ciudadanía. Y que en la Argentina los pobres son ciudadanos, es decir, no son meros objetos pasivos de una cosa que les pasó que es su pobreza, sino que son sujetos activos que a partir de su situación de pobreza hacen cosas, se organizan, cortan las rutas, hacen quilombo, votan a este, votan a aquel, dicen que se vayan todos, lo que fuera. A lo que apuesta Denis es a producir un tipo de mirada más integradora de los fenómenos. Deodoro Roca, el transformista cordobés del ‘18 decía “un universitario puro es una cosa monstruosa”, yo diría: un politólogo puro es una cosa monstruosamente incapaz de pensar la política, porque la política no la podés separar.
Uso la palabra interdisciplinar un poco en broma y con muchas comillas, riéndome de la propia necesidad que en la academia generamos de tomarnos en serio la división de disciplinas, de ver de qué forma la recombinamos, en lugar de decir “che, hay un mundo complejo, pensémoslo de un modo complejo”, que por supuesto debe abrevar de los distintos pensamientos de las distintas disciplinas que conocemos, y que deberíamos conocer mejor. Tanto nuestra ciencia política, como nuestras ciencias sociales en general, se muestran casi como orgullosamente independiente. Como si el abandono de la discusión o de las preocupaciones filosóficas por el mundo social y político sea una conquista de cientificidad y madurez, y no una pérdida enorme de profundidad. Los grandes pensamientos acerca de las cosas realmente importantes, que todavía hoy nos conmueven, son los pensamientos que pensaron sin esos alambres de púa entre disciplinas, que sólo sirven para empobrecer el pensamiento. Si uno tuviera que tratar de caracterizar a Carlos Marx o a Max Weber en términos disciplinares, tendríamos un gran problema, porque por suerte para ellos, y para nosotros sus lectores, pensaron con mucha más libertad que eso.
¿Cual considerás que fue tu aporte más valioso a la Ciencia Política desde tu cargo en la Universidad Nacional General Sarmiento?
Cuando en la Universidad Sarmiento se nos ocurrió crear una carrera que pensara el problema de la política, hicimos mucha cuestión en no llamarla “Licenciatura en Ciencia Política”. La llamamos Licenciatura en Estudios Políticos, y yo estoy muy contento de esa decisión, que por supuesto sola no garantiza nada. Hay que ser capaces de estar a la altura de esa bravuconada. Pero la bravuconada me gustó, es como decir “la política es un asunto demasiado importante para dejárselo a los politólogos”. La política requiere un abordaje desde el que podamos discutir los problemas de la economía, de la filosofía, de la antropología. Una de las mejores cabezas que tenemos en el área de política y en el área de estudios políticos de la UNGS es la de Ricardo Aronskind, que es la gran cabeza política de un economista. Creo poder afirmar que los politólogos estamos en minoría del cuerpo docente de esa carrera, y creo que eso da un tipo de mirada interesante. Me acuerdo que cuando comenzamos a diseñar hace unos cuantos años el área de investigación en política organizamos una jornada de discusiones de un día, invitamos a Carlos María Vila, Gerardo Aboy Carles, O’Donnell, Landi y otros importantes pensadores para armar esa área y esa carrera. Fueron aportes muy valiosos, y hicimos otra jornada llamada “La política: ¡que problema!”, porque en mi universidad no se piensa por disciplinas. En el mundo no hay disciplinas, las disciplinas están en nuestras pequeñas cabecitas o nuestras pobres instituciones, en el mundo hay problemas. Está el problema de la ciudad, y para eso inventamos el “Instituto del Conurbano”, el problema de la industria y para eso armamos el “Instituto de Industrias”, el problema del desarrollo en todas sus facetas y para eso inventamos el “Instituto del Desarrollo Humano”. Son problemas, y en cada uno de esos institutos laburan colegas de las disciplinas más diversas, porque todos esos problemas son demasiado complejos como para dejárselos a una sola. No sé si puedo responder bien cuál fue mi aporte a la disciplina desde mi lugar de trabajo, creo que tratamos de hacer un aporte a un adecuado pensamiento de la política, lo cual no necesariamente coincide en hacer un aporte a la disciplina.
Fotografía: http://www.fcpolit.unr.edu.ar/eduardo-rinesi/
Claro y eficaz desde la cualidad que necesitamos en un momento, excesivo en discursos y obturados por fanatismos.